No discutimos que el Estado sea necesario, vaya eso por
delante. De hecho, si alguien se tomase la molestia de preguntarnos, vería para
su sorpresa que sin coacción estaríamos también dispuestos a renunciar a parte
de nuestros derechos y nuestros bienes, como de hecho hacemos hoy obligados por
ley, para permitir la existencia de un Estado que promueva la ley y el orden.
Pero de una posible renuncia resignada y dolorosa para que exista el Estado
como instrumento orientado al desarrollo del bien común, hoy se vive la
creencia, que en ocasiones roza la idolatría, de que el papel del Estado es
también solucionar todos los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad.
Ante cualquier situación de crisis o problemática miramos confiados al Estado
esperando que nos diga, que haga algo. Si el problema es el paro, no se espera
del Estado que con los poderes coercitivos que detenta y que previamente nos ha
quitado, facilite y no sea un impedimento para que todos nosotros seamos
capaces de crear empleo. Le atribuimos al Estado la mismísima capacidad de
crear empleo, más allá de la contratación de nuevos funcionarios. No buscamos a
los posibles empleadores, grandes o pequeños, para que creen empleo. Miramos al
Estado para que se saque de la chistera una política económica que obre el
milagro. Y objetivamente el Estado solo sabe hacer una cosa en materia de
política económica: gastar (cuando no malgastar) el dinero de los
contribuyentes.
¿Nos sentimos más a
gusto confiando en las promesas de nuestros gobernantes, no importa lo
disparatadas que puedan ser, que asumiendo nuestras responsabilidades? Si esto
es así, puede que a la "idolatría del Estado" se le pida aún más, que
sea como un "dios" omnipotente que todo lo puede sin más limitación
que su voluntad. Hoy la sociedad parece creer que al Estado le es posible
darnos bienes y servicios sacados de la nada, sin que le cueste nada a
nadie. Abandonándose confiadamente en el
Estado providente, esta irrealidad sería posible.
Los que están en el
poder saben de estas creencias, y las alimentan para seguir extendiendo el
intervencionismo estatal.
Algo a cambio de
nada, o al menos que será uno el que se beneficie de la “magnanimidad” del
Estado en detrimento del resto, es una idea muy sugestiva y, por tanto, difícil
de desarraigar una vez que ha prendido. Pero si el conjunto de la sociedad
llegase a comprender que no es posible para nadie, por mucho poder político que
pueda tener, conseguir algo a cambio de nada, que cualquier gasto en que
incurra el Estado es a costa de otros proyectos que no podrán realizarse; que
los recursos limitados que absorbe el Estado salen de los bolsillos de los
verdaderos emprendedores para ir hacía donde quiere el Estado (generalmente
acompañado de ineficiencias y corrupción), los gobiernos democráticos tal y
como los conocemos hoy se irían reduciendo progresivamente hasta quedar
limitados a proteger la ley y el orden, bajo fuertes controles democráticos, y
una división efectiva y eficaz de poderes.
La creencia en la omnipotencia y providencia del Estado está
hoy tan fuertemente arraigada que, en general, podemos decir que la sociedad no
ve un valor importante la libertad de los individuos y de sus asociaciones
intermedias frente al Estado. La sociedad civil, como contrapoder frente al
Estado y al mercado del que habla
Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in Veritate”, se ve adormecida. Se
prefiere la seguridad que promete el intervencionismo estatal omnipresente a
asumir las responsabilidades de las decisiones que debe tomar cada uno para
salir adelante. Esto es un caldo de cultivo perfecto para el triunfo de
gobiernos populistas, dispuestos a prometer todo lo que una sociedad en graves
dificultades desee oír, aunque claramente sea imposible.