Y es que confundir es también olvidar. Y los griegos, pese a su inteligencia; o mejor dicho, gracias a ella, fueron capaces, gracias al teatro, de olvidarse incluso de ellos mismos. Sólo por un efecto de embriaguez pudieron suscitar placer a través del dolor. Sólo ebrios y extasiados pudieron brindar por una vida que se desmoronaba ante sus ojos, por una existencia que paulatinamente se despedazaba.
La embriaguez permutó el sollozo en aplausos; y con vino aprendieron los griegos a olvidar el quebranto. ¿Qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar la vida de tal modo? ¿Por qué brindar por una estirpe miserable? ¿Por qué confiar en el azar? ¿Por qué no renunciar ante la fatiga?
La genialidad de aquel pueblo consistió en encubrir todos esos horrores, en sustraerlos hasta el grado de imaginar que es una bendición toda desdicha. Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior?
La sabiduría griega tuvo que ver con un poderoso proceso de inversión; esto es, con una no-versión de las cosas, con una negación que encerraba, en el fondo mismo de su intención, el deseo de afirmar una versión nueva. Vertere es girar, cambiar de dirección, dar un rumbo distinto a las cosas. Invirtiendo el dolor en placer y el lamento en plegaria, los griegos pudieron torcer la interpretación de la realidad y desviar nuestra atención en aras de una vida menos catastrófica y sangrienta, menos espantosa y molesta. Y es que resulta curioso que la literatura griega haya nacido precisamente describiendo la horrorosa profundidad de su mundo. La Ilíada es la historia de una guerra donde resuena el lamento, donde brota la sangre, donde florece la traición y se evidencian tanto la ambición y rapacidad humanas como el equívoco, la fugacidad de la vida y la lucha por la trascendencia y la inmortalidad. La Odisea, por su parte, es en el fondo, la travesía de un hombre que lucha contra su destino y que anhela el regreso no sólo a su patria sino a sí mismo. Es la historia de un hombre perdido, las peripecias por las que pasa un ser extraviado.
No obstante el problema radica no en la capacidad de los griegos para imaginar un mundo distinto al que tenían, sino en no poder re-conocer, a la postre, el verdadero mundo. En este sentido, quizá valga la pena preguntar: ¿los griegos construyeron historias o fueron construidos por ellas? ¿Fueron quienes se imaginaron?
Vuelvo al proceso de inversión. ¿No es esta más bien una operación mercantil antes que intelectual? Invertir es emplear una cantidad en un negocio que ha de rendir ciertos beneficios. ¿No se invierte en virtud de una ganancia? Los griegos, pienso, invirtieron todo su empeño para sustituir por bienes sus males. Quizá fueron ellos quienes inauguraron un régimen, esto es, una manera de regular nuestro proceder, un modo de vivir: nadie mejor que ellos para luchar incansablemente por hacer rentable la vida. Así, el hombre griego, conocedor de su miseria, se aprestó a comprarse una apariencia y apostó todo a favor de ella. De esta manera, si la literatura griega ha redimido el horror, no sólo lo ha hecho para poner fin a una difícil situación sino también para librar al hombre de su empeño y de la convicción de que todo está perdido.