Los filósofos clásicos consideraron
que la admiración despierta la filosofía. La admiración tiene que
ver con la ingenuidad: el filósofo se admira sin condiciones, sin
resabios. Con todo, la filosofía no es tan antigua como la
humanidad, sino que surge de modo abrupto: en un momento determinado
se desató la admiración en algunos hombres. La admiración no es la
posesión de la verdad, sino su inicio. El que no admira, no se pone
en marcha, no sale al encuentro de la verdad.
Sin embargo, la admiración es más
que un sentimiento. Intentaré describirla. Ante todo, es súbita: de
pronto me encuentro desconcertado ante la realidad que se me aparece,
inabarcada, en toda su amplitud. Hay entonces como una incitación.
La admiración tiene que ver con el asombro, con la apreciación de
la novedad: el origen de la filosofía es algo así como un estreno.
A ese estreno se añade el ponerse a investigar aquello que la
admiración presenta como todavía no sabido.
En nuestra época parecemos
acostumbrados a todo: no nos damos cuenta de cuán espléndido es lo
nuevo. Asistimos a muchos cambios; sin embargo, sólo son cambios de
moda, de modos: este sentido de lo nuevo tiene que ver con lo
caleidoscópico; no son novedades reales, sino recombinaciones. Hoy
se arbitran múltiples procedimientos para llamar la atención de la
gente, para que el público pique. La propaganda de una conocida
bebida, por ejemplo, pretende llamar la atención con un reclamo: “la
chispa de la vida”. Estamos solicitados por muchos estímulos, por
muchas llamadas vertidas en los trucos publicitarios. También los
políticos tienen un asesor de imagen, porque no es fácil que un
político salga bien en la TV.
La admiración no tiene nada que ver
con esto. No es el llamar la atención utilizando procedimientos
propagandísticos. No es una cuestión de imagen. La
admiración no es la fascinación. Fascinada, la persona es manejada
por intereses ajenos y particulares, pero la filosofía es una
actividad del hombre libre: los filósofos han descubierto la
libertad, porque para ser amante de la verdad uno tiene que ponerse
en marcha desde dentro, ser activo. Ante la publicidad uno es pasivo:
con ella se intenta motivar e inducir. La admiración es el despertar
del sueño, de la divagatoria, pues desde ella se activa el pensar:
ponerse en marcha el pensar es filosofar. La filosofía es un modo de
recordar al hombre su dignidad, es uno de los grandes cauces por los
que el hombre da cuenta de que existe.
La admiración es el inicio de todo. Quizá no resulte fácil admirarse en nuestros
días porque estamos bombardeados con todo tipo de solicitaciones
“civilizadas” que reclaman nuestra atención; esos bombardeos
pueden aturdir o dejarle a uno insensible. Porque una cosa es
civilizar y otra dejarse civilizar: esto último vuelve a provocar la
extrañeza o conduce a abdicar ante un dominio excesivo. En la época
del triunfo de la publicidad hablar de la admiración exige ciertas
precisiones. Casi siempre, lo que se nos pide hoy no es admiración,
sino una especie de suspensión estática del ánimo. La admiración
es menos pretenciosa. Cuando se admira no aparece lo brillante, sino
un resplandor todavía impreciso.
Ya digo que cuando se reclama nuestra
atención en términos propagandísticos, se lleva a cabo una
exhibición. Pero eso no es lo propio de la admiración. En ella la
excelencia no se exhibe, sino que más bien se oculta. Admirarse es
como presentir o adivinar: un anticipo, no débil, sino pregnante,
pero sin palabras. Y, además, tampoco saca de si (el entusiasmo
platónico es posterior a la admiración). No es una incitación al
éxtasis. El extático es el que se queda como alelado, y sólo sabe
salir de sí (ex-stare); es una especie de emigrante a otra
cosa. En cierto modo, se trata de un desarrollo de la admiración,
pero no completo, sino unilateral; la admiración no es sólo una
invitación a ir por algo, sino a erguirse.
Ese carácter indeterminado que tiene
la admiración se refiere tanto al objeto como a uno mismo, a los
propios resortes que tendrían que responder a lo admirable, pero sin
acertar a saber todavía cómo. Hay una imprecisión en la admiración
que hace difícil su descripción psicológica (quizá la admiración
no sea un tema psicológico, porque es doblemente indeterminada).
Así pues, admirarse es dejar en
suspenso el transcurso de la vida ordinaria: ésta es su
consideración estática. El ser en el comienzo no se dice de
nada, ni nada se dice de él. Tampoco la admiración: lo admirable no
es un predicado ni admite predicados. Y eso quiere decir que es una
situación sin precedentes: no pertenece a un proceso. Cuando uno se
admira es como si “cayera” en la admiración. La admiración se
experimenta por primera vez: antes de admirarse uno no sabia que se
podía admirar.
Cuando uno se admira su atención se concentra en
“eso” de lo cual se admira y que aún no se conoce. Sabe,
entonces, que todo lo demás no vale. Es la distinción entre lo
admirable y lo prosaico. Esa separación obedece al mismo carácter
insospechable de la admiración. La admiración es como un milagro:
de pronto se encuentra uno admirando. La admiración es el
descubrimiento de lo insospechado, de lo antitópico... Lo dicho: el "ad-mirandum" es puro milagro.
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