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martes, 17 de diciembre de 2013

Admiración, asombro...


Los filósofos clásicos consideraron que la admiración despierta la filosofía. La admiración tiene que ver con la ingenuidad: el filósofo se admira sin condiciones, sin resabios. Con todo, la filosofía no es tan antigua como la humanidad, sino que surge de modo abrupto: en un momento determinado se desató la admiración en algunos hombres. La admiración no es la posesión de la verdad, sino su inicio. El que no admira, no se pone en marcha, no sale al encuentro de la verdad.
Sin embargo, la admiración es más que un sentimiento. Intentaré describirla. Ante todo, es súbita: de pronto me encuentro desconcertado ante la realidad que se me aparece, inabarcada, en toda su amplitud. Hay entonces como una incitación. La admiración tiene que ver con el asombro, con la apreciación de la novedad: el origen de la filosofía es algo así como un estreno. A ese estreno se añade el ponerse a investigar aquello que la admiración presenta como todavía no sabido.
En nuestra época parecemos acostumbrados a todo: no nos damos cuenta de cuán espléndido es lo nuevo. Asistimos a muchos cambios; sin embargo, sólo son cambios de moda, de modos: este sentido de lo nuevo tiene que ver con lo caleidoscópico; no son novedades reales, sino recombinaciones. Hoy se arbitran múltiples procedimientos para llamar la atención de la gente, para que el público pique. La propaganda de una conocida bebida, por ejemplo, pretende llamar la atención con un reclamo: “la chispa de la vida”. Estamos solicitados por muchos estímulos, por muchas llamadas vertidas en los trucos publicitarios. También los políticos tienen un asesor de imagen, porque no es fácil que un político salga bien en la TV.
La admiración no tiene nada que ver con esto. No es el llamar la atención utilizando procedimientos propagandísticos. No es una cuestión de imagen. La admiración no es la fascinación. Fascinada, la persona es manejada por intereses ajenos y particulares, pero la filosofía es una actividad del hombre libre: los filósofos han descubierto la libertad, porque para ser amante de la verdad uno tiene que ponerse en marcha desde dentro, ser activo. Ante la publicidad uno es pasivo: con ella se intenta motivar e inducir. La admiración es el despertar del sueño, de la divagatoria, pues desde ella se activa el pensar: ponerse en marcha el pensar es filosofar. La filosofía es un modo de recordar al hombre su dignidad, es uno de los grandes cauces por los que el hombre da cuenta de que existe.
La admiración es el inicio de todo. Quizá no resulte fácil admirarse en nuestros días porque estamos bombardeados con todo tipo de solicitaciones “civilizadas” que reclaman nuestra atención; esos bombardeos pueden aturdir o dejarle a uno insensible. Porque una cosa es civilizar y otra dejarse civilizar: esto último vuelve a provocar la extrañeza o conduce a abdicar ante un dominio excesivo. En la época del triunfo de la publicidad hablar de la admiración exige ciertas precisiones. Casi siempre, lo que se nos pide hoy no es admiración, sino una especie de suspensión estática del ánimo. La admiración es menos pretenciosa. Cuando se admira no aparece lo brillante, sino un resplandor todavía impreciso.
Ya digo que cuando se reclama nuestra atención en términos propagandísticos, se lleva a cabo una exhibición. Pero eso no es lo  propio de la admiración. En ella la excelencia no se exhibe, sino que más bien se oculta. Admirarse es como presentir o adivinar: un anticipo, no débil, sino pregnante, pero sin palabras. Y, además, tampoco saca de si (el entusiasmo platónico es posterior a la admiración). No es una incitación al éxtasis. El extático es el que se queda como alelado, y sólo sabe salir de sí (ex-stare); es una especie de emigrante a otra cosa. En cierto modo, se trata de un desarrollo de la admiración, pero no completo, sino unilateral; la admiración no es sólo una invitación a ir por algo, sino a erguirse.
Ese carácter indeterminado que tiene la admiración se refiere tanto al objeto como a uno mismo, a los propios resortes que tendrían que responder a lo admirable, pero sin acertar a saber todavía cómo. Hay una imprecisión en la admiración que hace difícil su descripción psicológica (quizá la admiración no sea un tema psicológico, porque es doblemente indeterminada).
Así pues, admirarse es dejar en suspenso el transcurso de la vida ordinaria: ésta es su consideración estática.  El ser en el comienzo no se dice de nada, ni nada se dice de él. Tampoco la admiración: lo admirable no es un predicado ni admite predicados. Y eso quiere decir que es una situación sin precedentes: no pertenece a un proceso. Cuando uno se admira es como si “cayera” en la admiración.  La admiración se experimenta por primera vez: antes de admirarse uno no sabia que se podía admirar.
Cuando uno se admira su atención se concentra en “eso” de lo cual se admira y que aún no se conoce. Sabe, entonces, que todo lo demás no vale. Es la distinción entre lo admirable y lo prosaico. Esa separación obedece al mismo carácter insospechable de la admiración. La admiración es como un milagro: de pronto se encuentra uno admirando. La admiración es el descubrimiento de lo insospechado, de lo antitópico... Lo dicho: el "ad-mirandum" es puro milagro.

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