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Nada humano me es ajeno

domingo, 2 de febrero de 2014

En la tragedia también se habla con Dios

La tragedia toca todas las puertas. No hay quien pueda decirse a salvo de ella. Sí hay quien, por el contrario, puede saberse inmune a sus efectos, el que se abandona con total mansedumbre y confianza en los brazos del Señor. Hombres y mujeres que se saben ramas que, lejos del tronco, Dios, no son nada, nada pueden y viven en la estirilidad. Al que se sabe inmune lo alcanza a rozar la tragedia, pero no le hace mayor daño. Así de poderosa es la investidura dada por el Señor. Las tragedias, por otra parte, no avisan, por ello, hay que estar preparados. Del modo en que no sabemos cuándo vendrá el Redentor, lo mejor entonces es tener la lámpara encendida y la puerta entornada. El día y la hora no es posible conocerlos, sin embargo una preparación espiritual y personal podrían paliar el encontronazo, la sorpresa que ello supondría. En la tragedia también se habla con Dios. Se le encuentra allí, a la mano, cercano.
Ahora, ¿cómo hablar de Dios en la tragedia? Es decir, ¿cómo consolar al no creyente, a aquel que reniega de que Dios lo ha abandonado? ¿Cómo hacerle entender que Dios lo ama por sobre todas las cosas, y que aquello no es más que una prueba para su entereza, su fe y su confianza? La cosa, de entrada, no es sencilla. Y quizás no se tenga una respuesta. Todo evento en la vida trae aspectos positivos y negativos, pero resulta difícil cuando, repetimos, acontece alguna tragedia. Alguien pregunta, “¿Dios me conoce y se interesa por mí?”. Ese alguien, por ejemplo, vive una tragedia, la pérdida de un ser querido. Y agrega que no está seguro sobre el amor de Dios porque ha permitido que le ocurriera aquello triste, le han arrebatado a alguien importante para él. El Señor también dijo que hay que acudir a él cuando haya cansancio, agobio, dolor; tragedia parecía decir.
Por principio de cuentas, Dios ama a sus hijos; este es el eje central. El fundamento de los mandamientos divinos. Desde el principio del mundo el Señor mostró al hombre que todo lo había creado antes que a él mismo, y que lo había hecho por amor a él. Y vio Dios que era bueno y se lo dio a los hombres. Cuando alguna persona pregunta si son verdaderamente amados por Dios, habría que explicarle que Él conoció a cada ser que nos ha precedido y que nos conoce a cada uno, que se interesa por nosotros y que ha fijado su palabra, dicha a los profetas en las Sagradas Escrituras, sobre la manera en la cual se interesa por nosotros, lo que espera de nosotros y lo que nos dará como recompensa. El Señor supo cómo éramos desde que estuvimos en el vientre materno; así lo hace saber en su Palabra.

Así como Dios ama a sus hijos, por consiguiente conoce a cada uno. El que se dice católico necesita también conocerse a sí mismo, e interesarse genuinamente por entender su propósito en la vida. En ocasiones, como cuando la tragedia asoma, sobreviene el temor, la duda, la preocupación, pero no son sino sensaciones pasajeras que, comprendidas y vencidas, nos harán descubrir el interés de Dios por nosotros, su preocupación de que crezcamos en la fe, su invitación a seguirlo, cruz sobre los hombres, sobre un camino que no aparece exento de dificultades, tropezones, señales confusas y caminos cerrados. La tragedia es un paredón que se alza, pero la mano del Señor procura señalar el camino. Hay que tener, como ya decíamos, la lámpara encendida y la puerta entornada. “El Señor sabe que somos débiles y nos ha dado la fe para que seamos fuertes”.
Hay que recordar que los milagros existen: y no es que el agua se transforme en vino, o que con dos peces y cinco panes alcance para alimentar una muchedumbre. Jesús obró esos milagros en un tiempo y circunstancias determinados, investido por su Padre y el Espíritu Santo. Aquí, los milagros tienen tierra fértil cuando sobreviene una tragedia: el abandono a los designios de Dios en tales momentos y circunstancias es un milagro de la fe, un paso adelante en el camino hacia la vida trascendente.
 

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